¡Llegó el muerto!
Yo no me puedo quedar quieto. A los cinco minutos de estar esperando me desespero y me voy. A mí me gusta roletiar: darle vueltas a la ciudad hasta que salga la carrera. Y eso fue lo que estaba haciendo ese día, roletiando… El caso que me pasó a mí es un caso prácticamente viviente, normal.
Recuerdo que recogí a un señor de bastante edad. Eran como las cinco de la tarde, cinco y pico, casi seis. El tipo me dice que para Sabanalarga. ¡Un viaje a Sabanalarga! Eso es lejos. Yo no lo quería llevar porque me iba a coger la noche. El caso es que en esa época ese viaje podía salir desde veinticinco hasta cuarenta mil pesos. Entonces yo le cobré caro:
—Si me das cincuenta te llevo.
Y el tipo dijo que bueno, pero que primero teníamos que recoger a una persona que estaba medio enferma, que estaba como a dos cuadras.
—Ah, bueno. Listo.
Entonces yo paré el taxi y abrí la puerta y entró una señora llevando al enfermo. Se acomodaron y el señor puso al enfermo sobre sus piernas, lo cargaba, y el tipo –que yo le pongo unos treinta y pico años– no se movía: lo llevaban con las manos cruzadas alrededor del cuerpo.
Empezamos el camino y yo estaba pendiente de lo mío, ya… pero el enfermo iba de un lado a otro y el señor lo recostaba sobre el hombro de la mujer. Raro. Hasta que finalmente llegamos a Sabanalarga y que no, por aquí, métale a la izquierda, a la derecha, pam-pam, me daba indicaciones y, como a una cuadra de la llegada, yo veo un poco de gente reunida.
—¡Ahí viene el muerto! ¡Ahí viene el muerto! ¡El muerto llegó!
Decían… ¡El tipo que llevaba estaba muerto, oyó!
Yo les reclamé a los señores: que cómo me hacen eso, que esto es un delito, que nos coge la policía y yo voy preso, que esto tiene unos permisos, que cómo es que van a mover un muerto de un lado a otro. La respuesta del tipo fue que ellos no tenían plata, que transportarlo les costaba demasiado y tal y tal. Y la verdad yo dije, bueno, lo hecho hecho está, entonces cogí mi plata y me vine.
Mi hermano, ¡yo duré como un mes con una psicosis! Yo recuerdo que en el vidrio de atrás, en el vidrio trasero, tenía la imagen de Jesucristo y, después de lo del muerto, cuando yo trabajaba a eso de las siete, miraba la imagen de Jesucristo y yo me quedaba… no, mi hermano… ¡paniquiado!
¡Imagínese!