De la pipa a lavar taxis
Yo aterricé a Medellín por problemas conyugales: estaba aburrido de tantos problemas y me vine a hacer mi vida. Yo abandoné a mi familia.
Llegué donde un hermano, le pedí plata prestada, dormí ahí una noche, me levanté, me bañé… No quise ni desayunar y salí y me puse a vender fresas. Gracias a eso fue que me bautizaron como ‘Fresas’, porque me veían con los baldes llenos de fresas; los baldecitos han sido el rebusque mío siempre. Y, bueno, comencé a trabajar las fresas: duré quince días así, pero me mamé la plata en vicio. Entonces empecé a coger taxis en los acopios, a cogerle a un cliente:
—¡Ey! Socio, ¿necesita taxi?
Yo les cogía el taxicito, tin, y el cliente me tiraba la energía, ¿no? Epa… Esa era la vuelta. La energía es una moneda… ¿Le digo la realidad? La gente saca billetes de diez, de veinte, de cinco, que la moneda.
Ahí fue cuando empecé a andar el centro, tan, tan… Mano, y tuve más de un problema:
—¡Ey! Parcero, nosotros llevamos mucho tiempo aquí, ¿cómo es que va a venir a quitarnos la comida?
—Sabe qué, Parcero, ¿esto es suyo? Muéstreme las escrituras. Paila yo voy a trabajar.
Y me tocaba peliar con ellos: yo no me dejaba ver las güevas de nadie: llegué al extremo de tener que chuzarlos… Esa era la vida mía. Una vida en la que yo estaba explorando otros mundos; lo mío antes era sano: yo sembraba repollo, zanahoria, remolacha, papa… Estaba en familia, hacía el bien… Pero me abrí y vea… Estoy en este mundo y ahora estoy bregando a salir.
El caso… Empecé a conocer más el centro, a andarlo, tin, y, ¡ag! Hasta que una vez pillé a unos locos lavando los taxis, y yo los veía que eran muy desatinados, lavaban con lo que fuera, hasta limpiaban con la camisa. Y, pues, hermano, yo empecé a lavar los carritos por fuera, a ganar la confianza de los taxistas, normal… Y como yo siempre iba callado, ¿sí me entiende? Yo he sido serio en todos los sentidos. Y me he hecho amigo de los taxistas y también me ha tocado discutir con ellos. Normal. A mí me ha tocado pelarles lata. Es que más de uno lo desprecia, lo trata a uno como la mera basura; creen que uno es faltón, y no es así, güevón. Vea, en esta calle hay gente que tiene doctorado, no sé qué: meros cerebros, pero, ¿sabe qué?, los tiene jodidos la droga. La calle es una porquería.
Un día un taxista me montó un dilema porque dizque le había robado un gramo de perico, y me ofendí: y me rompe o lo rompo, y le tiré un cuchillo. A los días me puso una cáscara en el tapete de su carro… Diez mil pesos. Y yo de ofendido me los robé.
—¿Sabe qué, parcero? Cuando me vaya a poner cáscaras póngame una grande, ¿pero diez mil pesos?
—Flaco, entonces usted…
—Paila, gonorrea… ¡Ya perdió! ¡Cómo me va a irrespetar así!
No, pa… Todo el mundo se merece el respeto. No, yo tengo mis conocidos: yo ya no pido, me invitan al tintico, a algunos les he encontrado plata dentro del taxi que daban por perdida o celulares… Es que yo soy malo con los malos… Yo soy la propia gonorrea, pero con los que son buenos siempre los llevo en el corazón.
Ya llevo en este acopio unos catorce años y camello una chimba, relajado. Camello lo que necesito: para la comida y el hotel, unos treinta y dos mil pesos, veintidós para el hotel y diez para la comida. Y si queda plata, pues, para la droga.